(De: Cuatrocientas Mentiras, Coedición BUAP-IPN, colección Letras Poblanas 1999)
I
Soy la sombra
en que mi padre y mi madre
se juntaron.
Ahora que estoy lejos
no hay sombra que los junte.
II
Afuera hay un escándalo negro,
una parvada de cuchillos desgarra el aire.
El sol está en el cenit de la garganta;
hasta los perros huyen de su asombro.
Adentro,
al papá y a la mamá
juegan dos niños ciegos.
III
Bajo su cama la niña,
como si fueran juguetes, esconde pesadillas.
En un rincón, su perro, con los dientes,
le señala el camino más corto hacia el delirio.
Aterrada de risa, no quiere despertar.
En el candente aliento de un caballo que habita un cementerio,
viene a decir la abuela cómo se llama el miedo.
¿Quién sobre su espalda impúber, escribe soledad?
Donde pone la vista
quema el mundo los ojos de tan blanco;
su más pavorosa pesadilla
es la felicidad.
Como un copo de nieve
lleva a su hermana en la mano aterida;
una violenta golondrina estrella sus alas
en un cristal de niebla
y en la mitad oculta de la luna,
crecen palmeras, cantan tucanes.
IV
A la escuincla se le metió en el sueño
que su hermana es vampiro.
Aun con su horrible gesto, puede reconocerla.
Mira como se acerca la encolmillada boca,
cierra los ojos fuerte
y cuando cree que siente la fatal mordida,
la hermana deposita en su cuello, una flor de naranjo.
A Lupita Hernández
V
Sobre las nubes se desliza y se acerca una víbora de agua.
Recién nacida la milpa en el barbecho, se estremece de frío.
Con sus alas desplegadas los árboles son pájaros anclados.
Sobre la tierra seca, el viento a martillazos
clava furiosas gotas de lluvia.
Una algarabía de puertas se desata vehemente.
En la madre se apretujan los hijos.
Un hombre enfrenta a machetazos la tormenta,
y a lo lejos, donde se rompe el cielo, sangra luz.
VI
La Señora Bertita es un papalote de setenta años.
En el abrazo su cuerpo es un puño cerrado
guardando un colibrí.
La Señora Bertita es mi vecina desde antes que naciera.
Nació con una escoba en la mano,
barriendo su jardín.
VII
A campo traviesa, arreboladas,
sus manos van huyendo de la artritis.
¡Qué dicha verla resbalar ladera abajo en un tejamanil!
¡Qué desparpajo en sus modales
y con qué gracia deja jirones de sus naguas
en las matas de jarilla en flor!
Atrás de su infancia coronada de abejas,
vuelan locas las trenzas.
Sus corvas arañadas se mueven ágilmente, pateando el aire.
-Los niños estuvieron jugando a la memoria
con la tía Carito.
VII
En días de neblina, los ecos,
los torbellinos y la misma niebla, oprimen (...)
haciendo saltar de un abismo a otro más hondo.
Ramón Kuri.
Una sonrisa cuelga de la pared, con ese jirón de alma que una cámara le robó a tu abuela. Sobre su piel de almendra remojada en leche brillan sus ojos, tizones encendidos. Dicen que cuando la oscuridad germina en el cuerpo los ojos se apagan; pero tú recuerdas los de tu abuela, radiantes, como animados por el misterioso acto de morir.
Dejas pasar algunos días hasta que la pena encuentra su quietud. Recuerdas a tu abuela que esperaba el sueño de todos en la casa, para venir a platicarte esas cosas sobre el río: Tienes que ir tú sola. En un principio creíste que era un relato ficticio. Después su terquedad te hizo comprender que era un secreto.
Cuando tu madre baja al pueblo, corres a la cañada. Llevas una inquietud en los ojos que recuerdan los de tu abuela. El sol retoza en los árboles con tu silueta. Tus pasos acompañan la paciente prisa del río. Caminas hacia los peñascos donde el agua se viste con retazos de luz. Tus brazos casi infantiles se hacen alas y vuelas, el horizonte te recibe con sus brazos abiertos. Retornas de tu viaje; la voz de tu abuela dice que debes seguir bajando. En la segunda cascada el lodo jala tus pies, andas al borde del desfiladero con los brazos levantados. Te baña la brisa de la tercera cascada, las gotas son pequeñísimas bocas que besan tus pómulos, tus pantorrillas. Estás mojada. Por las mejillas te escurren gotas, no del mar salado de tus ojos, sino del agua dulce que te dio la brisa y lloras con lágrimas prestadas del paisaje.
Sigues bajando. Cuando apoyas la mano en un tronco de árbol, descubres al espíritu del agua. Por un instante, entre sus ojos y los tuyos se sostiene la inmensidad; los dos se asustan y corren. Él también es un poco tímido. Al llegar a la última cascada, te pierdes en el lugar que te heredó la abuela. Es un nicho de piedras donde se junta el agua que se filtra entre las hojas y la tierra. Te quitas las calcetas, te desnudas sentada en el pocito. Él ha vencido su timidez igual que tú y abre tus labios con sus dedos húmedos. Antes de sentir su lengua, piensas que ya tienes una herencia para darle a tu nieta.
A María Eugenia Gäuman.
Engaño de Humedad
I
Desde la capital, con doce años, llegó un muchacho al pueblo;
tiene en los labios gruesos palabras delgadísimas.
Voy a hablar de sus manos que eran manos eléctricas,
manos que cuando tocan son como mil hormigas
que muerden los pezones.
Voy a hablar de su carne de niño prematuro.
Voy a hablar de su beso, rojo de miedo.
De su vergüenza infanta,
su perversa ternura.
De su enjambre deseo.
Voy a hablar de la niña que fui junto a Rodolfo.
¡Cuánto quise tener unas medias caladas!
Y ser como su madre,
hembra de ombligo dibujado en barroco.
Hembra de senos negros y piernas orgullosas.
No tendrán mis palabras humedad suficiente.
II
Como todas las reinas, primero fue princesa.
Su cuerpo eran columnas de carne,
lienzo su piel; sus huesos, perlas.
Cuando decía no, se le postraba el mundo.
Cuando decía sí, era bruna su sangre y le dolía.
Y nunca dijo no, por eso tiene cara de loca
y la aman los muchachos con su odio de nunca.
III
Ahí estabas muchacho,
con tu piel de sábana tibia.
Tus manos levantaron murmullo en mi cabeza;
tu nariz merece un lugar en la historia
(¿te acuerdas de Cleopatra?)
Tu mirada tenía la perfección del agua,
y tu cabello —no quisiera equivocarme—,
era un silencio para acariciarse.
En un abrir y cerrar de labios perdiste carne,
como la realidad para volverse sueño.
Y aquí me tienes, recostada en mi insomnio,
tratando de comprender cómo es posible que existas.
IV
Siendo niña fui enterrada viva muchas veces.
El vientre de la tierra es frío.
Madre, se rompió el cristal, sangraron mis manos.
Escribí en las paredes de mi féretro:
“Estoy viva”
Mi corazón no sabe que este es un lugar para estar muerto.
El pobrecito late, ¿qué otra cosa puede hacer?
Muchas veces lloré mi muerte.
Las piedras hicieron nido en mis costillas.
V
Tu no sabes quién soy.
Apenas el recuerdo de alguien que soñé.
En un lugar de mis años
hay una vieja maltratando a una niña.
Luego las cosas cambian.
Entre suspiros de monja y besos de ángel
I
En Puebla.
Cuatrocientas mentiras de amor le dijeron los hombres.
A espaldas de un convento carolino, sobre su pubis,
nació una estrella púrpura.
Un extraño cruzó siete pecados
para tocar la nada en plenitud.
Entre suspiros de monja y besos de ángel,
su espíritu se hizo carne. Carnísima.
II
Troto sobre caballo con patas como alas de jilguero.
Mi cabello y sus crines se hacen uno con el viento
y mis talones aprietan carne de membrillo:
¿Dónde estoy, quién soy, cómo me llamo?
III
Ágiles días de azulsinpena, verdesinmiedo.
Nadando en el aire, un cardumen de petirrojos va.
Sus gorjeos en el silencio chapotean.
Nada, ando en el aire.
A Giles-díaz.
IV
En el contrafuerte del espejo hay una niña enamorada.
Qué extraño me resulta estar dentro del cuerpo
que he visto por fuera siete veces.
Su mirada es un toro que embiste.
Ella está como el agua,
oculta en su propia trasparencia.
A Claudia Carolina
V
Ayer escuchaste un gemido manchar de rojo
las paredes blancas de tus enaguas.
Era extranjero el vampiro que sorbió tu sangre,
nativo de Namur. Un pueblo con costillas de piedra,
mesas de piedra y vino que se vuelve piedra.
Ionesco habló a su oído en su sillita blanca, a media eternidad.
Cuando Felician Rops liberó sus demonios,
él entreabrió la puerta y no cerraste los ojos;
conociste las nalgas del infierno.
Michaux llegó a tus ojos, a través de su boca.
A Egon Schiele te lo dio en su saliva;
y una tarde, desde la vieja Europa sin posdata,
te mostró que es muy roja la Navidad para la nieve,
y el frío.
VI
Viven en una pecera de carbón,
sumergidos en negras perspectivas.
Un pie se ve obligado a seguir al otro y allá va el corazón.
Al fuego lo conocen de oídas, se aman a quemarropa,
sin piedad, sin un poco de calma.
Cada uno lleva su piedra en el estómago
y una moneda de cobre en la garganta.
Con los dientes sostienen alambres infinitos,
comen y mientras comen, lloran.
Lloran y mientras lloran, muerden piedras de hielo.
Defienden feudos imaginarios y se procuran criados
también imaginarios.
No están predestinados a ningún puerto.
No tienen pies, sólo zapatos.
Cuando llegan, su casa está inundada
y pueden ver su vida flotando
entre las patas del comedor.
Para no sentirse solos, un día compraron un espejo
y lo llamaron Dios.
VII
Alguien te observa mientras creces;
ríe.
Ha visto a muchas como tú,
conoce tu final.
Sabe que terminarás enredada en los cables de luz,
por siempre negándote a las nubes.
Una gillette abrirá las ventanas
y volarás.
VIII
En el metro, los túneles se quedan solos.
Es madrugada.
¿Cómo suena entonces tanta ausencia?
Los espíritus de los suicidas salen. Cuentan sus historias;
describen las caras de los conductores:
Pobrecitos —dicen— nadie ha de salvarlos del recuerdo.
A la muerte propia se acostumbra uno rápido,
pero a la ajena, nunca.
IX
Soy una constelación de hombres
y mujeres que se abrazan.
El amor es un juego del azar,
una ruleta rusa.
¡Aquí está el corazón,
la cara,
el sexo!
Sólo por ya no ser amada
me da miedo morir.
X
Tal vez estoy hecha de lágrimas
y en mis venas no corre sangre
sino lágrimas.
Esta tarde quise brincar la cuerda con mis amigos,
tirar los dados, contar en el patio hasta tocar
dosmil estrellas. Pero las lágrimas deshicieron mis huesos,
mi voz quedó atrapada en una caja de cristal.
El universo sigue su camino, rotando sobre sí,
se expande y se contrae sin descanso
—es una larga historia.
Y en el orden perpetuo de materia y vacío
un aullido transita sus siete polos.
Artificios
I
Mi nombre es un cuchillo de almendra,
uñas de acero templado al rojo vivo;
puede arañar violenta o dulcemente un corazón
de cobre, un corazón de hierro.
No es una mezzotinta.
No es un barniz de azúcar.
No es una puntaseca.
Desterraste el sonido de mi nombre
y está grabado al buril en tu memoria:
es una talla dulce.
II
i
Traes el recuerdo de la luz a mis ojos cerrados.
Por un túnel de nubes llevas mi pudor desnudo
hasta la ultima estación de la cordura.
Haces de mi cuerpo un infinito acariciable
y eres la sombra de mis sueños.
Yo soy la que te ve volar y la que vuela,
cuando me dices Sí.
ii
Huelo todo el sudor amarillo del averno,
me siento al filo del azar y pienso:
qué poco de verdad tiene la vida,
cuando me dices No.
III
Benigna blasfemia de tu lengua,
cabeza de avestruz en mitad de mi carne,
bizarra timidez puesta en escena.
Aquiétate un poquito en esta oscuridad
que me hace humilde, humildita, humaldita.
Resígnate al placer, deja que el humo ocupe tu cabeza.
Mira cómo te prestas mórbido y delicado,
impúdico, divino, indefectible, eterno.
Asciendo a la cumbre cuando el sol amanece.
Miro bajo mis pies las nubes.
Los árboles son gente que corre a su trabajo.
IV
i
Mis dedos tocan secretos negros,
arañas que se descuelgan.
En las postrimerías del azar arriba un suceso.
Sabiduría hecha añicos
con argucias indecentes
de tu cuerpo.
Abismo en el que vivo presa con un grillete de oro.
ii
Ojos-cervatillo atraviesan el aire,
hacen viva a la vida, y la muerte...
¡Zzzzum!
Caballito del diablo, colibrí, flecha encendida.
iv
Para campo salvaje
piernas cimarronas...
al paso
al trote
al galope.
V
Me enajena ese punto de luz petrificado,
hundiéndose en el pozo de los éxtasis.
Una serpiente se desliza íntimamente,
sus rasgos son gestos insaciables,
dóciles bestias con poder enigmático,
equilibristas al borde del espasmo.
Irreflexiva soy, más que mis versos.
En el reflujo del abrazo decanto tu mirada potable.
Tus huellas dactilares son laberintos por donde camino
tiritando de frío o de no sé qué.
Pillo de grandes garras como demonio hambriento.
Quema mi carne tu ofrenda, mi carne que es hierba de monte.
Sobre la ceguera en que me encuentro sobrevive el prodigio
de tus dedos.
Y a veces soy tan poca cosa,
tan honorablemente pequeñita.
Yo ya no tengo a veces dónde echarme a morir.
VI
Ojalá usted no fuera tan atractiva, me dijo.
Y entorpecí la mirada en los párpados,
le bajé a mi juventud el dobladillo
y me guardé en el polvo y en las telarañas.
VII
Alberto Pardo no tiene nombre;
se lo comieron el aguafuerte y el insomnio.
Más allá de la intención del negro más intenso,
colocó un grillete de oro en la cintura de la núbil muchacha,
para amarrarse en él.
Se preguntó cómo puede posar desnuda una niña
y la ausencia le contestó que ella nació desnuda.
Caminó por las calles desnuda.
Atravesó el cántaro del corazón desnuda.
Retó a Dios,
y Él apretó la vista,
sintió miedo enfrentar sin antifaz la carne.
La niña lo miró, y se dijo:
Ni Dios merece tanta pasión.
VII
Ya casi no me acuerdo,
pero lo conocí con su ambiciosa necedad de trastocarlo todo.
De trasformarse en todo.
Destruirse.
Bastaba su ternura,
inocente mirada de ácido nítrico sobre placa de cobre;
por eso mi corazón (lata oxidada) está tan carcomido.
Se ve rete bonito como un cuadro de Tapies,
y además todavía sirve.
Óigame usted, apenas lo recuerdo,
como si nuestras escenas en la alcoba
hubieran sido un delicadísimo grabado al aguatinta
IX
Maldigo la noche en que mi trasparencia
se hizo humo entre tus sábanas,
el olor a carne tibia de tus piernas,
las eternidades en que envejecimos juntos
sin alternativa de muerte.
X
Abrir una vena menor.
Mostrar la sangre correr en su lecho de piedra.
Abandonarse en un lugar propicio para ver los tobillos del silencio.
Hacerle un pequeño homenaje a medio espasmo,
rojo y agudo como un gemido.
Envolver con musgo nuestros cuerpos
y devolverle al corazón su condición de roca.
XI
Una semilla del abismo se aquerenció en mi pecho,
es un hueco que late rojo y subterráneo.
El último papalote que recuerdo está muy lejos;
su fricción me quemó las manos, reventó el cordón.
También un árbol lleno de medidores y campamochas.
¡El tepozán, alguien tiró el tepozán!
Y atropellaron a mi primo Elías.
Ya no sé quién soy, aunque el espejo lo repite:
tú eres ésta que ves.
No.
Soy la muchacha que se mató en las cascadas.
Soy una palabra falsa y estoy viva pero no lo entiendo.
Quiero jugar a las escondidas
y que nadie me encuentre.
XII
Estamos lejos.
Usted en su capelo de virtud
con laboriosa fatiga de asceta sabandija,
en el ático de la memoria,
escondido para verme desnuda.
Destino de perro viejo,
la estufa es un remedo del calor de mis brazos.
La reuma ataca su corazón, recuerdo:
su sombra masoquista lo persigue,
se somete a su carne
y testigo presencial del proceso de descomposición
de su gallarda inteligencia, testimonia lo que fui.
Estamos lejos.
La epidermis de sus sueños
se fascinó con mis besos,
usted era la flor del pensamiento.
Estamos lejos y usted tan desvalido,
sin nadie que lo ayude a enfrentar el espejo.
XII
No se puede largar la memoria en un rincón oscuro.
Decir que no existieron las bestias de la pasión.
No se puede deshabitar el espacio,
y uno continúa
como fantasma embriagando al otro,
con pasos que no suenan, dedos que no tocan,
falda sin cuerpo.
XIV
Con toda tu pasión como fogata en la pupila
te recuerdo, ávido de mí.
Tus ojos,
un instante de luz en la mitad del miedo.
Tarde o temprano asumiste mi existencia.
Jugamos a dejarnos ir,
y cada uno, cada vez más lejos.
XV
Usted inventó en mi corazón unos labios delgadísimos,
encima un beso, dos besos y esas manos
que hacen leña de la falda caída.
¡Ay! Señor mío, mi señor, mi sueño mío.
Yo quisiera poner riendas a la pasión
pero la muerte está tan de repente.
Sus uñas son la osamenta de la luna,
dedos de cirujano. (Doctor, usted es un artista
cuando abre mis labios y con hilos de humo
zurce en ellos bordados de saliva)
Su habilidad dejó en mi rostro una sonrisa:
cicatriz de sus dedos de fuego al rojo vivo
sobre esta herida que de tanto doler, ya ni me duele.